lunes, 27 de junio de 2016

Noche de lamentos




La noche iba cayendo a medida que el sol se ocultaba bajo la sombra de una luna encogida, sin ganas de ser vista por completo. ¿Acaso tenía miedo de algo?

 El cielo parecía adquirir un tono empobrecido, mezclado con la penumbra de la esfera  que asomaba escasos milímetros. No era una noche de lobos, pero sí de lamentos.

Un coche avanzaba a las afueras de un pueblo vallisoletano. Se movía por la calzada con cautela, precavido de la llovizna que empezaba a caer después de que un trueno diese la voz de alarma. Las nubes se abrieron, dejando un esponjoso espacio entre ellas para que un rápido y cobarde relámpago luciese en lo alto del firmamento, emitiendo un fogonazo cegador; acto seguido, su malhumorado y sonoro acompañante rugió ante el estremecimiento de los dos presentes que, abajo, dentro del vehículo, deseaban llegar a casa cuanto antes.

                -¡Fíjate la que está cayendo!-gritó Merche-. ¡Es tremendo!

                -Tranquila, se pasará pronto –respondió su esposo, sin quitar la vista de la carretera. Circulaba a 40km/h. Los goterones de lluvia caían sobre el cristal como si del cielo lloviesen piedras.

-Sabes que a mí la tormenta me impone, Julián –siguió diciendo ella.

                -Lo sé, cariño.-Los parabrisas eran como dos agujas de una báscula indecisa, luchando por inclinarse sobre un único lado, pero sin éxito.

                -Ve despacio, por favor –le rogó. Había un brillo de terror en los ojos de Merche.

                -Así lo hago – afirmó él. Seguía centrado en el volante.

                Venían de celebrar su primer aniversario.  Julián apuró hasta el último céntimo de su paga extraordinaria y se comportó como un caballero cuando llevó a su esposa al restaurante más caro. Cenaron bien de marisco, y carne, acompañado por una botella de Lambrusco – el cuál hace milagros en las cenas románticas – y cava bien frío; después, una porción de tarta helada.

                Las noches de verano suelen ser bastante agobiantes en la capital, por ello salieron a las afueras; Merche jamás había visto el pueblo como en aquella noche, pero del restaurante se llevó un buen sabor de boca. (Y de los langostinos). Su marido también lo disfrutó, aunque su cartera ya no quería abrirse…

                Todo iba de lujo hasta que al entrar en carretera  se preparó la tormenta.

                -También es mala suerte – dijo la mujer -. Con lo bien que pintaba la noche…

                -No son más que unas cuantas gotas de lluvia, mi amor – respondió él, sin darlo importancia -. Ahora llegaremos a casa y no nos daremos cuenta de que llueve.

                -Al llegar a casa, sí. ¿Y mientras? – Tartamudeó al preguntarlo; de su boca salió la típica pregunta miedosa, esa que se formula mientras la mente elabora pensamientos negativos.

                -Pero no te asustes, mujer. Vas encogida –observó él. Su cabeza copiaba medianamente la acción de los limpiacristales: derecha, centro, derecha, centro.

                -¡Me da mucho miedo! –gritó ella.

                -Es lluvia –Julián sonrió antes de añadir-: Los truenos lo único que pueden hacer es meter ruido, nada más.

                -Me tratas como tonta. ¿Crees que soy la única que los tiene miedo? –Lo miró con el ceño fruncido.

                -Sé que hay mucha gente que teme al nublado, pero de siempre –volvió  a decir él-. Mi madre no lo soporta; se esconde por la casa, apaga las luces y reza. ¿Pero tú…? Jamás lo has temido hasta hoy.

                -Es que… -Merche se detuvo.

                -¿Qué? – preguntó él, queriendo saber lo que le ocurría a su esposa. Miraba a su mujer, y a la vez, también la carretera.

                -No es solo por la tormenta.

                -Vale. La carretera, ¿no?-Aprovechó para limpiar el cristal con su propia mano, dejando un borrón de agua por el que ver mejor.

                -Sí; sabes que ha habido muchísimos accidentes, y…

                -Pero conduzco con precaución, cariño – interrumpió -. No me importa tardar un cuarto de hora más en llegar.  Llegaremos bien.

                -… Está muy oscuro, mi amor – insistió ella -. Creo que las luces que llevas no son suficientes.

                -Lo son. No te preocupes más, por favor.

Julián miró a su esposa; pero por culpa de la postura de esta, le pareció que en vez de una mujer llevaba de copiloto a un feto inquieto. Temblaba ansiosamente mientras su cuerpo se helaba. Sus labios morados, acompañaban en un color trágico al castañetear de sus dientes.

                -¿Quieres hacer el favor de tranquilizarte, Merche? –Estaba algo enfadado y sorprendido al ver tanto terror en ella.

                -¡No puedo! – gritó sin dejar de tiritar.

                Julián detuvo el vehículo en mitad de la carretera. Echó el freno de mano y observó a su mujer. No entendía nada.

                -Po… ¿por qué paramos? – preguntó ella, tiritando.

                -Para que te quedes más tranquila. Esperaremos aquí hasta que amaine la tormenta.

                -No, Julián, ¡por favor! – empezó a gritar -. ¡Quiero llegar cuanto antes! ¡No soporto verla mientras estoy  encerrada! ¡Me agobia!

                -Dentro del coche no puede ocurrirte nada – volvió a decir él -. No hay tráfico, solo estamos nosotros.

                -Eso es lo que me da miedo – respondió ella, sin mirarle. Su mirada se perdió en un pensamiento -. Eso y… -Hizo una pausa, la que jamás reanudó.  Tuvo que ser Julián quien se lo arrancase de adentro.

                -Eso, y…, ¿qué más? – preguntó.

                -La curva – respondió con claridad. Más que decirlo, lo escupió sin pensarlo -. Cuando giremos la curva…

                -Volvemos al mismo tema de antes –volvió a decir él-, y te repito que conduzco con precaución. No ocurrirá nada cuando giremos.

                -No solo me da miedo el girar y que tengamos un accidente – respondió Merche, más nerviosa que nunca-. También me da miedo… la curva, la leyenda de la chica de la…

                -¡Esto es el colmo! –Julián dio un manotazo en el volante; este vibró-. No sé qué demonios te ocurre, pero estás acabando con mi paciencia, Merche.

                -¡Me da miedo, joder! – gritó ella.

                -¡Pero me hablas de cosas que jamás te han dado miedo, coño! –Arrancó y pisó el acelerador, más de la cuenta-.  ¿A qué cojones viene ahora lo de la chica de la curva? - Seguía pisando, inconsciente de la gran velocidad a la que conducía.

                -Sabes que en ese tramo han ocurrido bastantes desgracias… ¡Me da miedo! –Continuaba histérica. No dejaba de moverse. El cinturón de seguridad impedía que se moviese con libertad.

                -Sí, ya me lo has dicho antes – respondió él, anteponiéndose a lo demás. Seguía discutiendo con ella, olvidándose de mirar la carretera-. Pero me hablas de estupideces, de leyendas urbanas. ¡¡Idioteces!!

                -¡No son idioteces!-gritó Merche, muy segura de lo que decía-. Tengo una extraña sensación con esa curva. No sé lo que es, pero…

                En ese momento, un relámpago deslumbró a Julián. Perdió el control por unos instantes; las ruedas traseras patinaron, salpicando abundante agua. El vehículo derrapó dando medio giro. Al fin, logró controlarlo con esfuerzo.

                -¡Mierda! – gritó hasta hacerse con el control del trompo imprevisto.

                Merche no dejó de gritar un solo segundo. Después de verse sana y salva, aún continuaba con la respiración jadeante, el rostro lívido y los nervios a flor de piel. Sentía el corazón estancado en la garganta. Echó la cabeza hacia atrás y suspiró.

Quedaron en dirección contraria a la que iban.

Fue dejando de llover. Ninguno de los dos se daba cuenta, pero la lluvia caía con menos fuerza, casi nada.

                -Es… esto es una señal, Julián –advirtió ella.      

-¡Esto es que casi nos matamos por tus estupideces! – gritó él, histérico. Tenía la vena del cuello a punto de explotar; la tez acalorada, como si llevase horas expuesto al sol -. ¡Deja de decir chorradas de una puta vez!

                -¿Te encuentras bien? – preguntó ella de repente.

                -¡Sí! ¿No me ves? –respondió con ironía.

                -¿Seguro que te encuentras bien? – insistió la chica.

                -¡Que sí, coño! ¡¿Pero qué te pasa?!

                -Pensaba que te había perdido – respondió Merche -. Por unos momentos… No sé, creí que…

                Julián la miró muy preocupado, y añadió:

                -El que no lo sabe soy yo. De verdad, no sé qué te ocurre.

                Ella también le miró, sin responder. Sus ojos giraron para observar el retrovisor, y ahí, fue cuando él vio en estos la expresión del pánico.

                -¿Qué te pasa? – preguntó.

                -Que… ahí… - Su mujer respondió balbuceando; no decía nada coherente -. Ahí…

                -¡¿Qué?!-Julián se desesperaba.  Miró por su retrovisor. Algo ocurría.

                -¿Lo estás viendo? – preguntó Merche, clavando las uñas en el brazo derecho de su esposo.

                -¡Sí! – gritó -. ¡Cálmate!

                Veían una sombra oscura dirigiéndose hacia ellos, un ser enlutado que no frenaba sus pasos. Los relámpagos hacían su silueta más siniestra y aterradora, resplandeciendo momentáneamente mientras caminaba sin cesar.

                -¡Viene aquí, Julián! – gritó ella, histérica.

                -Ya lo veo –respondió-. No te preocupes, solo es un señor que necesita ayuda.

                -¿Qué? ¿Cómo lo sabes? – Dudaba.

                -Porque estoy viendo arder su coche – respondió -, y la verdad es que es tremendo.

                Merche se giró y miró.

En efecto, Julián decía la verdad. Había un vehículo ardiendo sobre la carretera; un rastro de humo lo cubría todo, dificultando el ver si había más personas en el interior. El destino no quería que ese vehículo se apagase, por ello, dejó de llover del todo.

                -Dios santo… - exclamó Merche.

                El golpe debió ser terrible debido a la posición del turismo. Solo se distinguían las cuatro ruedas, lo demás era una auténtica cúpula de fuego, humo y trozos de cristales que aún seguían saliendo al exterior. Le debían de faltar la luna y el capó, o habían quedado en forma de acordeón.

                -Voy a salir – dijo Julián.

                -¡No! ¡Espera!

                -¡Ese hombre necesita ayuda! – gritó él. Bajó del coche.

                -Yo avisaré a una ambulancia –añadió la chica.

                Julián se puso en camino para socorrer al hombre. Era imposible distinguirlo con claridad entre el fuerte soplido del viento y el humo que cada vez se expandía más hacia ellos.

                Merche sacó su móvil para alertar a los servicios de emergencia. Se sorprendió al ver a Julián buscar algo en los asientos de atrás.

                -¿Qué buscas? – le preguntó mientras marcaba el número; sin embargo, él no respondía.

                Ella levantó el teléfono, típico movimiento para buscar cobertura en lo más alto; y ahí, el reflejo del espejo central llamó su atención. Un estremecimiento hizo que soltase el móvil de repente. El que estaba detrás de ella no era su marido, sino el hombre del accidente.

                Llevaba una cazadora empapada de agua. Le cubría el rostro y toda la cabeza.

                En ese momento, Julián entró.

                -Oye, que no encuentro al señor por… -Se detuvo en cuanto le vio en los asientos traseros -. Ah – continuó -. Ya está aquí. ¿Se encuentra bien?

                Silencio absoluto.

                El matrimonio se miró con cara de circunstancia. Ella no articulaba palabra; él no sabía qué hacer.

                -Bueno –le dijo a su mujer -. Nos acercaremos al lugar del accidente para ver si hay alguien más en peligro.

                El nuevo pasajero seguía sin decir nada.

                Julián arrancó, giró y se puso en marcha en dirección al lugar del accidente.

                -Perdone – volvió a decirle, mirando por el espejo central -. ¿Se encuentra bien?

                El visitante no contestaba.

                -Seguramente esté en shock – le dijo a Merche, quien tampoco abría la boca-. Puedo entender que él no me diga nada, pero ¿tú?

                -No… no está en shock – dijo ella, sin mirarlo.

                -¿No? ¡Entonces por qué no me responde! –Aceleró por instinto.

                -Porque en la curva…

                -Mira, ¡vale ya de sandeces! – gritó él, perdiendo su propio control, y el de la velocidad -. ¡Este hombre no es ningún fantasma!

                »¡Usted! –Se dirigió al señor de atrás -. ¡¿Quiere contestar a mis preguntas?!

                Una vez más, la respuesta fue el aterrador silencio.

                Julián miró a Merche, quien continuaba en la misma postura, pareciendo ser ella quien estaba en shock.

                -Ya está bien, me cago en la leche – dijo-. Quítese esa cazadora de la cabeza y… - Julián se giró para retirarle la prenda. No prestó atención a la carretera, y una vez que vio lo que ocultaba la ropa, no pudo volver la vista al frente. Dio un grito aterrador cuando vio con sus estupefactos ojos que ese hombre había caminado, pero no hablaba porque no tenía boca para poder hacerlo, ni siquiera cabeza.

                El relámpago volvió para aumentar la visión terrorífica del decapitado y aturdir más a Julián en su maniobra de salvación. A partir de ahí, volvió a repetirse lo mismo de antes: patinaje y derrape; después, dos vueltas de campana y un montón de cristales volando por el interior del coche. Uno de ellos, el de mayor magnitud, fue el encargado de rebanar la garganta de Julián, decapitándolo en el acto y a la velocidad del rayo, quien estuvo muy presente en su historia, y no podía faltar en su muerte. Se disparó y le separó la cabeza del tronco con un corte limpio, en mitad de un agónico alarido al que sustituyó un escupitajo de sangre. Fue a parar al cuerpo muerto del hombre enlutado, donde encajó a la perfección entre los descomunales labios de la herida del cuello. Se detuvo allí mientras los ojos vidriosos aún pestañeaban, viendo lo que tendría que asimilar a la fuerza.

                Aprovechando los últimos instantes de vida, vio a su mujer muerta. Los ojos  a punto de morir de Julián, se dieron cuenta de la verdad.  Fueron décimas de segundo, y con estas, supo al fin que no existió nunca el hombre que llegó después, solo la negrura de su propia muerte predicha por su esposa, la misma que yacía aplastada por amasijos de hierros.

                El hombre había recreado su propio miedo, mayor que el de su amada, y alimentó la muerte de los dos hasta que el siguiente paso de la vida llegó en su busca para llevárselos lejos, muy lejos.

                Los bomberos lograron apagar el vehículo. Julián ya no pudo sentir cómo uno de estos abría la puerta para ver los cuerpos, pero sí verle hasta que en sus ojos se interpuso la tela nublada que posteriormente fue machacando a su cristalino e iris, tiñéndose de negro como el color de su pupila apagada en el momento en que intentó moverle.

                Tampoco pudo ver la cara de espanto del sanitario, ni su grito aterrador cuando una vez más, la cabeza se separó del cuerpo, cayendo sobre la alfombrilla de los asientos traseros con un sonido ronco, de lado, rozando nariz con nariz con su esposa y con una expresión macabra para su entierro: boca medio abierta, sin posibilidad de sentir el aire de la muerte en el interior de un agujero negro, como el túnel  por donde pasará hasta ver la luz clara, dejarse de tanta oscuridad y, por fin, volver a completar su cuerpo. En ese momento, el cielo volverá a su color azulado y el rayo quedará oculto para siempre, sin poder partir nada más por la mitad. La luna dejará de tener miedo y volverá a asomarse en su totalidad, llena por completo, y en donde Julián y Merche siempre se acordarán de resplandecer, odiando los días de tormenta.