Quiere que la tenga entre mis brazos, que la sostenga con mis suaves
manos; sin embargo, mientras la miro, me doy cuenta de que es demasiado para
mí, no podré con ella, y corro el riesgo de perder la fuerza y dejarla caer. Si
ocurriese, no me lo perdonaría jamás. Está aquí por mí, viene a verme para estar
conmigo. No puedo hacer eso, pero sí puedo mirarla.
Es preciosa. Tiene la
cara redonda (aunque diría redondita, que me suena mejor). Desprende un aroma
agradable, y mis ganas de entrar dentro de ella aumentan. No deja de sonreírme,
y eso hace que mis labios también se ensanchen y me quede un esbozo feliz, de
entusiasmo.
Puedo ver lo que me
dice, aunque no lo escuche. Tiene una frase para mí, y es otro de los motivos
que hacen mi sonrisa aún mayor. Después de su cara, miro su cuerpo. ¡Es
perfecto! De mi altura. Cae el cabello por los lados, con una especie de
tirabuzones que voy viendo a la vez que contemplo que su cara es lo más
pequeño, luego va ensanchándose hasta el final. Viste como un traje de luces,
pero que no brilla; con bolitas de colores y letras estampadas.
Me gusta. ¡Me
encanta! Es lo que estaba esperando.
Me acerco más a ella,
y al hacerlo, empiezo a notar calor. Es como si me sudase el rostro al
exponerme a algo que quema tanto. Me retiro, insatisfecho. Ella no me dice
nada, se mantiene inerte, pero con esa postura feliz del inicio.
Parece que… No sé,
pero percibo una extraña sensación, algo que me incomoda. Al volver a mirarla,
en lo que me seco el sudor de la frente, creo que ella se mueve. No estoy
seguro, pero es como si temblase.
La miro más, y en
efecto, se está moviendo. Su cara… Su...
-¿Qué es esto?
La piel de su rostro
se despega, como si lo que he estado viendo no fuese más que una máscara de
goma. La veo cómo deja atrás la hermosa piel que contemplaban mis ojos, dando
paso a un desprendimiento de felicidad en trueque con el pánico.
Lo más bonito que he
visto en mi vida, cambia, y lo hace a peor.
Su cabeza cae por su
propio peso; pero no al suelo, sino que se mantiene colgando a la vez que mi
vista se percata del vacío que deja. Mirar lo que antes era pura beldad, ahora
no es más que una zona borrada, la inexistencia que me asombra y aterra.
Ha perdido la cabeza,
o quizá la estoy perdiendo yo y mi relato no sea más que el de un pobre loco
atormentado. Lo que sí sé –y es posible que vuelva a tener que ver con mi
locura- es que de ese espacio sin vida, de ese vacío, emerge algo muy negro,
que asciende y me paraliza, sintiéndome incapaz de reaccionar.
Dejo que mi garganta
se mueva por mí, y que trague lo que yo no soy capaz de escupir a gritos de
espanto. Es una melena, tan oscura como las típicas pelucas orientales de las
películas de terror, ese horror japonés en donde más y más pelo puebla la escena
como si se tratasen de raíces de árbol intentando enroscarse en los pies de
algún petrificado como yo.
Intento recular al
ver semejante horror ante mí. Solo es cabello, de un negro tan brillante como
un par de zapatos untados de betún. Resplandece delante de mi figura a modo de
estatua, a la espera de un paso más, uno que me despierte de la pesadilla. Y se
cumple, pues el cabello, sobresaliendo por los dos laterales del cuerpo, se
yergue para que yo observe un pedazo blanco: una frente lisa, pero igual de
brillante que la melena, a pesar de carecer de color.
Mi corazón quiere
salirse, tal vez golpear al monstruo que yo no soy capaz de atacar con mis
manos rígidas e inmóviles.
Sigue ascendiendo, y
puedo verle los ojos, ambos negros, llorando el mismo color. Tengo ante mí un
terrorífico rostro que llora lágrimas negras, y hace que con cada una de ellas
pueda recordar a la vez que las veo salir.
Lo comprendo todo, y
más cuando la cabeza formada sube del todo y deja que vea su rostro al completo.
Soy yo, yo mismo, pero con la cara lisa, sin pelo en ella, más delgada y aún
triste.
Veo sus uñas pintadas
agarrarse al borde que ha dejado la ausencia de cabeza. Sale todo el cuerpo, y
sí, no me cabe duda que soy yo, mi yo de un futuro cercano.
-Puedes pedir el
deseo –me dice.
Mi look futuro acaba
de salir de la tarta que yo miraba con tanta felicidad, levantando la tapa
superior y dejando que cayesen pedazos de chocolate y nata. Ese cabello con
tirabuzones eran cintas de color azulado, rodeando toda la estructura de la
tarta gigante. Las palabras eran un “Muchísimas felicidades”, y en vez de
entrar yo en su interior, de ella ha salido la sorpresa. (Sorpresa según se
mire) El calor cesó cuando las velas quedaron colgando para dar paso a la
aparición que contemplo. Mi nuevo yo arranca una de ellas, me la entrega y me
dice que sople mientras pido un deseo.
-Tú eres mi nueva
imagen –le digo-, así que ya habrás visto si mi deseo se hace o no realidad.
Me mira. El maquillaje
que se extiende por sus ojos le da un aspecto de lienzo recorrido por tinta
china.
-¿Se cumplirá?
–insisto.
-Tienes que
comprobarlo tú. Es un deseo, si te lo digo, no se cumplirá.
-¿¿Si no me lo dices
sí?? –pregunto, entusiasmado.
-Solo tú lo sabrás.
Feliz cumpleaños.
Pido el deseo y soplo
la vela. Quedamos a oscuras, y aunque a él no le veo, sé que somos dos personas
iguales llorando lágrimas negras.
*****
Un año después, me veo en una situación similar. En vez de algo
redondo y hermoso, es cuadrado y menos bello, aunque brilla igual que el
cabello reluciente de mi antiguo yo, ya que ahora, soy diferente.
Se origina un
terremoto pacífico, pero que a pesar de ser leve, mueve la tierra, sin abrirla,
pues lo que quiero que se abra es la tapa de mi ataúd, el mismo que golpeo desde
el interior.
Mis negras uñas,
después de pasarse horas arañando la tapa, dejando garabatos para un recuerdo
que no quiero volver a ver nunca jamás, rasgan la madera por última vez antes de
que mis puños la golpeen. Empiezo a gritar, enloquecido. (Ahora sí, y no
antes). Consigo levantar la tapa, momento en que me detengo al recibir el aire
que ansiaba encontrar. Me lo guardo de golpe en lo que me incorporo dentro de
un oscuro panteón, del que solo consigo un poco de luz gracias a la abertura
que entra entre el mármol.
Lo acaban de colocar,
así que no puede estar sellado por completo. Sé que si lo empujo con todas mis
fuerzas, lograré salir de aquí.
Esta vez no me sirven
las manos, pero sí las piernas, ya que con ellas tengo más fuerza. Lo pataleo y
puedo apreciar cómo retumba. Doy más y más patadas, gritando, llorando y, sí,
asustado. Si no lo consigo me quedaré aquí para los restos, y que mi cuerpo
pase a llamarse así.
-¡Ayuda! –grito. Pero
nadie me escucha. Soy víctima de la noche, la que tanto he amado siempre, a
pesar de que en ella mi voz, mi existencia, pasaba desapercibida. Siempre me
ganaba con silencio, con la lejanía de lo cercano. Con todo. Aun así, siempre
he apostado por ella.
-¡Sáquenme de aquí! –insisto,
bramando, utilizando piernas y brazos. Y por fin, la pesada piedra cede y cae,
sonando como un peso tan muerto como todos los habitantes del camposanto.
Me apresuro a salir,
y no puedo explicar lo que se siente al saber que acabo de vencer a la muerte,
y que uno de mis deseos –que era este, el vencer a la pena y sobrevivir- se ha
cumplido. El otro es la felicidad de las personas que quiero; pero de entre los
dos, es el que más deseo que se cumpla. Fue mi primer deseo, ya que el pedir
que la muerte no me llevase con ella solo era una manera de poder estar
presente en el que más ansío, y quizá algún día mis oídos lo escuchen, o tal
vez mis ojos lo vean, y entonces dejaré de llorar negro y mi luz podrá apagarse
del todo, descansando satisfecho al ver cumplida una realidad.
Miro las letras de mi
epitafio. Me recuerdan a las de la tarta gigante de cumpleaños. No es
casualidad que sea el mismo día, aunque un año después. Las miro, enciendo mi
mechero, observo la llama y pido el deseo una vez más, y será el mismo durante
todos los años que me resten.
Soplo.
Feliz cumpleaños, me digo, sonriendo porque sé que podrán
enterrarme miles de veces, pero no moriré hasta saber que mi deseo más querido
se ha hecho realidad.