A lo largo de estos años de escribir historias, creo haber logrado crear entre nueve y diez novelas largas (unas más que otras). Y no lo digo por vanagloriarme, ya que al igual que en todo, lo que importa es la calidad, y no la cantidad (A Iván, el personaje de esta novela, le han hecho creer que no es así, y que sí que importa la cantidad). Todo escritor o persona a la que le gusta escribir cuenta con varias obras guardadas en un cajón. Yo, como persona a la que le encanta crear historias, tengo esas mencionadas, pero me falta revisarlas a fondo (mucha revisión). Lo que quiero decir con esto, es que a pesar de haber escrito mucho, nunca en mi vida he creado una historia tan dura como esta. Tengo relatos que al 2% del 10% que me lee, le han puesto los pelos de punta, han sentido su dureza y me lo han comentado. Creo que esta novela supera con creces la dureza que me hayáis podido leer en este blog, y hasta en Al borde de la locura.
El diario de un fracasado son las memorias de un chico de dieciocho años que se ha sentido payaso para el mundo entero: para los compañeros de su colegio, para sus vecinos, para sus compañeros de trabajo, e incluso para sí mismo. Es la historia de un niño que creció hasta hacerse medio hombre (según el mundo le faltan cojones para ser hombre, y así lo explica en la historia, con palabras textuales: "hombre sin cojones"), ya que el diccionario de la cruel sociedad dice así: HOMBRE: "picha grande con dos pelotas pendiendo entre las piernas"... En ese diccionario no dice "varón" ni "persona del sexo masculino". No; en el diccionario de la cruel sociedad al hombre se le valora de cintura para abajo. Si de cintura para abajo no tienes lo que ellos quieren, ya no eres un hombre.
Iván no es un hombre para el alrededor, más bien una especie de sparring a modo físico y verbal; alguien a quien se le puede agredir, escupir y ridiculizar sin culpa ni pena, pero sí dejarlo apenado hasta odiarse a sí mismo.
El diario de un fracasado narra -como bien he dicho- el día a día de un ser indefenso en un mundo que parece no pertenecerle, la vida de un ser marginado durante sus dieciocho años, alguien sin amigos, sin amor, sin apenas familia y sin un balón de fútbol con el que poder jugar en solitario, apartado del mundo. Cuenta con un bloc de dibujo (cuando no se lo rompen) y un lápiz (cuando no se lo clavan en el cuerpo).
Le atormenta la visita nocturna de un ser encapuchado al que él denomina como "la bruja malvada", el ingrediente que multiplica lo sufrido durante el día.
Repito que es la novela más dura que he escrito en mi vida (hasta ahora), y con la que espero no dar miedo, porque además creo que esa "bruja malvada" no lo va a provocar, lo provocarán las palizas, los insultos, la impotencia que tú, lector (como te dirá Iván cuando lo leas) vas a sentir al no poder hacer nada.
Es más que probable que los lectores os sintáis Bastians y queráis entrar en el libro, pero no para hablar con la emperatriz infantil, sino para apartar a todos esos seres muy machos que se creen con poder para manejar una vida, o más bien destruirla.
Espero que os guste, y sobre todo que no lloréis. Iván no querría más lágrimas, solo un poquito de cariño, una pizquita, por más mínima que sea; y vosotros, sus lectores, se lo vais a dar.
(No leas el prólogo que pongo a continuación si después, por las razones que sean, no vas a poder comprar el libro. Si quieres leerlo puedes, por supuesto, pero lo digo para no dejarte a la mitad, que ya ha ocurrido alguna vez).
Miles de gracias.
Ya lo puedes conseguir aquí
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Introducción
No
es la primera vez que escribo unas líneas a modo de desahogo personal, aunque
en el día de hoy, mi propósito es diferente. Antes cogía un pedazo de papel y un
bolígrafo, y escribía de principio a fin mientras los sollozos me acompañaban
en la soledad. ¿La razón? Prefiero decir que lo hacía para no molestar a
ninguna persona, para que nadie se riera de mis penurias y, también, por lo que
he comentado al principio: para desahogarme. No me hacía falta nadie para
contar mis problemas. Sin embargo, en verdad no tenía a ese “nadie”. De haber
sido así, y si mi vida hubiese estado repleta de personas a mi alrededor, nadie
se habría reído. Pero he provocado muchas risas, y las sigo provocando; se han
reído de mí en todas partes. Nadie me comprendía, y lo que era peor: me hacían
sentir como una miserable mierda. Por ello decidí usar como verdadero amigo al
trozo de papel en blanco. Podía rellenarlo a mi antojo. No me fallaba, no se
reía a pesar de mi mala ortografía y me esperaba sin ninguna prisa. Yo tampoco
le fallaba a él porque siempre lo he utilizado para decir la verdad y
confesarme.
Ahora mis líneas cobran vida de diferente forma. Esta vez —al
contrario que en mis anteriores desahogos— tú, que estás ahí, me vas a leer.
Tendrás la oportunidad de conocer una historia que durante años estuvo en boca
de un colegio entero. Armándome de valor, me he decidido a recordarla de
principio a fin.
Creo necesario citar varios apuntes para que cuando leas “El
diario de un fracasado” (que es el título que doy a mi historia) lo entiendas
de forma correcta. Lo primero que quiero hacer es pedir disculpas por mi
incultura verbal. Tú, lector, tienes derecho a saber que no tengo ningún
estudio, y por lo tanto, no poseo el vocabulario perfecto que debe de tener un
creador de best sellers o un escritor en condiciones. Tendrás que entenderme al
explicarte mi vida como si te estuviera hablando uno de tus colegas, ya que con
ellos la cultura no existe si tienes la suerte de que te traten como a una
persona más, y no como a una menos. Los incultos también tenemos derecho a ser
escuchados y leídos. A fin de cuentas, el dolor físico y psicológico no
requiere de estudios.
El segundo y no menos importante apunte, es que no
encontrarás momentos felices en mis cortas memorias, salvo el final. El
desenlace rebosa de felicidad, y entonces entenderás por qué sobra el resto de
alegría en la historia. No hace falta que poseas una mente desbordante para
entenderlo, esa que parece necesaria para moverte por el mundo. No soy como la cruel
sociedad que exige a quién prestar atención o a quién marginar como si su vida
no valiera nada. No tienes que enseñarme un título certificado para saber lo
que vales, ya que solo con leerme me estás tendiendo la mano que tantos otros
han puesto en mi cara solo por antojo (gracias por prestarme atención).
Y el tercer apunte —y seguramente el más importante para ti—
es que me llamo Iván, pero leyendo mi historia sabrás que hablo de mí cuando
leas “picha corta, picha pequeña, tetitas, niñata, estorbo, meón, niño sin cojones,
inútil, retrasado, fracasado y demás halagos por el estilo”. Quitando mi madre
y mis abuelos maternos, muy poca gente me ha llamado por mi nombre real. No lo
recuerdo con exactitud, y puede que me contradiga durante la marcha (aunque lo
dudo).
Lo que quiero decirte, lector, es que voy a referirme a mí
con insultos en más del 99% de la historia. No lo veo descabellado porque estoy
seguro que la RAE cambiará la definición de todos ellos en cuanto lea estas
páginas. Créeme cuando te diga que la próxima vez que busques en el diccionario
la definición de varios insultos que encuentres aquí, entonces sí, leerás mi
nombre verdadero en alusión a mi persona. En ese momento cobrará vida el refrán
de "no hay mal que cien años dure". Tarde o temprano —otro dicho— lo
verdadero sale a la luz, y por fin, se leerá mi nombre real.
No me viene nada de mayor importancia a la memoria. Si
durante la marcha de la historia aparece —al igual que te he comentado en unas
cuantas líneas superiores— creo que sabrás perdonarme. Tengo que hacer un
tremendo esfuerzo para recordarlo todo. Recordarlo lo hago, puedo asegurártelo
porque lo llevo grabado en mi cabeza desde que ocurrió, y así con todo lo que
me ha ido sucediendo, pero llamo esfuerzo a volver a vivirlo, aunque solo sea en
forma de imagen desagradable. Son tantas, que es muy posible que me olvide de alguna.
A lo largo de mi vida creo haber escuchado —al menos en tres
ocasiones— que es imposible recordar lo acontecido durante los meses de gestación.
Es decir, que una persona no puede acordarse de lo que ha vivido dentro del
vientre materno. Aunque te resulte difícil de creer, yo sí lo recuerdo. Es más,
parte de esta historia se origina a raíz del episodio que me dispongo a relatar
a continuación. Más adelante volverás a leerlo porque lo explicaré de nuevo, en
boca de un renacuajo que no lo entiende, pero así es. Hasta que llegue el
momento, te pido que me acompañes en el despegue, dejando la mente en blanco y
solo imaginando lo que estas líneas desean transmitir. Así, unido a mí, entre
los dos viviremos la experiencia por la que todos hemos pasado, y ninguno
(excepto yo, por desgracia, y algún otro) recuerda. Ese momento antes de venir
al mundo hubiera sido preferible no haberlo conocido nunca, te lo prometo. No
recordarlo me habría ahorrado demasiados problemas; porque, como puedes
imaginar, no es de agrado.
Reitero que lo que ahora vas a leer es de vital importancia
en el transcurso de la historia. Como toda buena historia (aunque esta sea
trágica) merece ser contada desde el principio; y desde ese punto, retrocediendo
casi dieciocho años atrás a través de una máquina del tiempo literaria, llego a
hallarme dentro del vientre de mi madre. Tú, y de nuevo yo, lo haremos renacer
de lo más oculto de mi recuerdo.
Aquellas imágenes que invadieron mi mente aturdida y la
despertaron para comenzar a vivir el día a día, fueron así:
Un sonido despierta a una criatura que,
encogida, sin otro remedio que el de mantenerse a la espera para ver la luz de
la vida, se asusta sin saber qué sucede. Se estremece en un intervalo de
contracciones propias del parto, pero paranormales en la mente. Escucha un
chillido, y aunque lo más normal sería que proviniera de la madre a causa de
los esfuerzos del alumbramiento, se antoja lejano, como algo aún no vivido ni
sentido por nadie.
Mientras
flota dentro de la bolsa de líquido amniótico, atruena un grito. El bebé,
atormentado, llora de manera escandalosa, y al mismo tiempo que padece dolor en
su pequeña cabeza de neonato. Nadie lo escucha; nadie salvo él.
Un
cúmulo de sonidos penetra en sus achicados oídos, haciendo que su cerebro flote
como flota él. Se ve asustado por gritos y golpes; y antes de salir, antes de
saludar al mundo por primera vez, respira precipitadamente. Siente algo
parecido a lo que puede experimentar una persona al intentar respirar con la
cabeza cubierta hasta el cuello. Al no saber ni entender nada de nada, vuelve a
llorar; y entonces sí, escucha los quejidos de su madre por los avisos de las
contracciones.
El
feto se desliza para aproximarse al pequeño foco de luz que va abriéndose poco
a poco, al verdadero foco, no el que mantiene con vida en su cabeza, cargado de
trágicos acontecimientos y sucesos que mejor sería que no nacieran nunca.
Él
sí nace, y por fin respira sin nada que se lo impida; pero eso sí: sin dejar de
llorar. Todavía no ha salido del todo, solo su cabeza, lo que le salva de una
terrible muerte por asfixia. En ese instante, en el preciso momento en que se
presenta al mundo, un rayo entrecruza su mente virgen, desprecintándola con un
pinchazo a modo de flash, e indicando que ya es el momento de empezar a funcionar.
Los ojos del pequeño se sienten sensibles a la claridad; sin embargo, en esa
pantalla que parece poseer el interior de la frente, aflora una imagen en
compañía de un estrépito. Escucha cómo una cabeza se golpea contra el suelo al
igual que si esta fuera un balón medicinal chocando contra la pista de un
polideportivo. A raíz de esto —mientras el bebé, y solo el bebé, lo ve todo en
su cabeza—, empieza a manar sangre de la parte occipital, recorriendo el piso
como si quisiera rellenar con rojo los huecos que separan a las baldosas,
presintiéndolo en el mismo instante en que a él le escurre idéntico líquido por
su arrugado y amoratado rostro de recién nacido; después, continuando con la
premonición, ve una mano (también salpicada con gotas rojas) que avanza a
tientas hacia un destino inconcluso. Escucha la palabra “Iván”, y entonces,
terriblemente asustado en el mundo real, llora a lágrima viva y aplaza la
vívida imagen hasta el momento de la revancha, quedando como un mero bulto
cerca de la coronilla, simbolizando lo que más adelante no podría explicar con
palabras.
Años más tarde mi madre me contó lo del bulto con el que
nací. Fue un “bonito chichón” para la
familia; para los médicos, retención de sangre por culpa de una relajación en
el parto. Mi madre dejó de sentir dolor durante el alumbramiento. Fue como si
de pronto, en pleno proceso, le hubieran inyectado la famosa “epidural” de hoy
en día cuando yo asoma la cabeza, y entonces: “clak”, su vagina se relajó y me
aprisionó el cráneo igual que si fuese un cepo a la hora de atrapar un ratón.
Para la medicina no aportaba nada
anómalo (si yo hubiera podido estudiar, lo habría hecho en serio. Con esto lo
digo todo).
Mi madre y yo tuvimos una especie de
telepatía. El día de mi nacimiento conectamos por primera vez. Mi mente me
avisó de algo terrible, y a ella, aunque nunca me lo haya dicho después, creo
que también. Eso explica lo acontecido durante el parto.
Lo “no importante” para la medicina
me ha acompañado siempre, como un ángel de la guarda que cuida y protege al
débil en los peores momentos. Bueno… El demonio primero fue un ángel, ¿no?
Llegarás a saber que dicho bulto se
convirtió en una especie de amuleto de carne; y también, en un fraude
(demasiado pronto para explicarlo todo).
Mi madre también me contó que la
comadrona se alegró mucho al ver que yo nacía llorando. Lo lógico hubiera sido
tener que darme unos cuantos azotes para arrancar a llorar; sin embargo, ya
desde el primer segundo de vida, mi diferencia con el resto de los mortales se
hacía notar.
Le dijo que no se preocupara, que
por el contrario debía de alegrarse. Significaba que nacía con una inteligencia
superior a la media, que llegaba al mundo un superdotado. —Superdotado tiene
dos significados, y para dos tipos diferentes de cabeza. Vuelvo a repetir: si
hubiera podido estudiar, lo habría hecho en serio. Las batas blancas fallan más
que una escopeta de feria.
Le dijo eso; y que jamás, nunca en
la vida, sería un fracasado.
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